viernes, 25 de julio de 2008

Una de antihéroes


Ahora que está de moda, he pensado que no vendría mal reflexionar un poco en lo que a nuestra propia condición moral se refiere, y el modo en que esta afecta a nuestra relación con los demás.

¿Podemos ser ajenos a la percepción que los que nos rodean tienen de nosotros?

¿Podemos ignorar los inquietudes de otros y concentrarnos únicamente en satisfacer nuestros propios intereses?

Y para ello, qué mejor que un relato de altos vuelos, las vicisitudes de un pobre diablo amarrado a su trágico destino: El del antihéroe por antonomasia.


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EL HOMBRE-MOSCA

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Era una hora prudente ya para levantarse, las nueve de la mañana, además por una vez en mi vida había logrado dormir bien, y no era moco de pavo, con la antipatía que les tenía a las habitaciones de hotel.
Me incliné y comprobé el buen funcionamiento de todo (el teleobjetivo de la cámara, las baterías bien cargadas…). Yo era un profesional e incluso esos pequeños detalles que afectaban a mi equipo eran previos a mi aseo personal. Solamente al comprobar que todos los sistemas respondían podía ya por fin acudir al baño y orinar tranquilo.
Una vez me hube duchado y afeitado, bajé a la cafetería del hotel y busqué una mesa cercana a los ventanales para tomar allí el desayuno. Aquella región de la costa sueca ofrecía unas vistas estupendas.
Pedí un periódico en inglés y me trajeron el de la semana pasada, el único que tenían. Las noticias de hacía diez días, contadas como recientes, me resultaron bastante chocantes, y aún a pesar de todo, les encontré su aquel. De manera que en eso me entretuve, leyéndolas animadamente, mientras esperaba por Diana.
¿Que quién era Diana? Buena pregunta.
Diana era la encargada de producción, la jefa, por así decirlo… Y yo… Mejor dicho, mi cometido, era fundamentalmente el de obedecerla en todo cuanto me requiriese.
Pero Diana no era una jefa cualquiera. Era una mujer muy joven, y muy atractiva, y eso, en este medio, no era algo a lo que a decir verdad uno estuviera realmente acostumbrado.
De hecho ya tan solo escucharla dirigirse a mí era una delicia.
Claro que no era yo el único al que le producía esa sensación. Allá por donde pasaba, sus efectos en el género masculino eran devastadores. Sin ir más lejos, en aquella misma ocasión me percataría de forma anticipada de su entrada a la estancia por una bandeja con cacharros que se le iría al suelo al botones. El estruendo la delataba siempre. Tenía que ser ciertamente una mujer aburrida de ver la torpeza apelotonarse en torno suya.
Incluso yo mismo me notaba inseguro y dubitativo en su presencia. Sus sensuales ojos de zafiro, cada vez que los posaba en mi persona, hacían que la sangre se me trocase en mermelada, fría y viscosa, y muy complicada de bombear.
¿Qué podía hacer? Todos a sus ojos nos transformábamos en unos patanes
No es de extrañar por tanto esa fascinación que ella sentía por el hombre-mosca. Un personaje tan ajeno a todo, en grado sumo díscolo y ensimismado hasta el punto de rozar lo enfermizo.
Una pasión en la que, como es natural, no todos nos veríamos reflejados.
Para mí era un trabajo más, seguir y filmar a aquel fantoche en sus chaladuras. Otro documental de tantos sobre hechos y personajes singulares, por no decir locos de remate, que luego se vendería en los hipermercados a cambio de un puñado de calderilla. Pero en Diana era distinto. Esta vez, la joven y guapísima niña rica, hija de un multimillonario de la comunicación como el todopoderoso señor Kerkovian, parecía estar implicándose emocionalmente más de la cuenta, casi diría yo que habiendo rebasado la delgada línea que separa lo convencional, lo comúnmente aceptado, de lo salvajemente impredecible. Preferí, si bien, desentenderme por completo del asunto. Ya desde el primer día supe que Diana no tenía el menor interés por mí, y lo que viniese después no me importaba. No iba a amargarme la existencia obsesionándome con lo que hacía de su vida aquella mimada princesita.
En cualquier caso, sería muy falso si no admitiera, que el hecho de que esta se estuviera encandilando del hombre-mosca, ese capullo, me daba una rabia tremenda.
- ¿Tan pronto en pie? – me preguntó y se sentó de un brinco a mi lado.
Fresca y lozana, al instante justo después de haber tomado una ducha, era cuando su belleza más resplandecía, y, lógicamente mis pulsaciones se aceleraban.
Mis esfuerzos por sobreponerme tenían que ser muy obvios, y ella me lo debía notar con nada de atención que pusiese. Cualquiera me lo podía notar con solo que se fijase un poco. Pero en el día de hoy, este domingo silencioso y como abúlico, en el que la luz mortecina del báltico lo envolvía todo, con un sol que no terminaba de espabilarse, y que parecía caminar de puntillas sobre los objetos, lo de menos eran mis arritmias cardiacas. Lo único que de verdad importaba a Diana era el hombre-mosca.
- Estoy descansado – respondí a su pregunta - Cosa curiosa en mí. Así que aproveché para revisar todo el material… Y que luego no tengamos sorpresas.
- ¿Has revisado la unidad móvil?
- Bueno. Eché un vistazo por la ventana y sigue aparcada donde la dejamos ayer… Parecía estar bien. Todo normal. Lo único, que por la noche haya venido alguien con un tubito de esos de goma y nos haya vaciado el depósito…
- Chssst. Calla Mike, no hagas bromas con eso. Hoy es el gran día y nada puede fallar.
- No, no fallará nada. He seguido el listado con todas las comprobaciones una por una. Mira, siempre lo llevo encima – saqué la fotocopia y se la mostré.
- Está bien, Mike. No te pongas nervioso, no es mi intención atosigarte… Es solo… Es solo que hoy no es como en el resto de las ocasiones anteriores.
Ella si que estaba intranquila, pensé, por más que lo tratara de disimular.
- ¿Se ha levantado ya Jean-Pierre? ¿Has hablado con él? – preguntó, sin apenas haber dejado transcurrir un instante.
- No, tú misma dijiste que le dejase dormir hasta tarde, que no le molestase.
- Es cierto. Es cierto.
- Me parece que la que ahora está nerviosa eres tú.
- Sí. Vaya. Pues a lo mejor sí. Pero ha debido ser en este mismo momento, que he pasado en cuestión de segundos de estar excitada a sobreexcitada.
- Bueno… No te tomes el café hoy tan cargado como otras veces y asunto resuelto.
- Oh, Mike… Te parecerá una tontería, un remilgo propio de una principiante, pero hoy por primera vez desde que empezamos a grabar el documental, me he dado cuenta de lo serio que es esto.
- Bueno, sí, hoy es diferente, estarán todos los patrocinadores al pie del cañón, las autoridades locales… Habrá muchos ojos pendientes de lo que suceda allá arriba. El alcalde ese tan pegajoso, por ejemplo, que ha hecho del tema una apuesta personal… No me gustaría ver la cara que se le quedaría si hubiese algún imprevisto y se debiera suspender la función. Hay un montón de gente que ha puesto dinero, sumas importantes de dinero, para financiar el espectáculo. Y son muchas las cosas que pueden no salir según lo esperado… Y aún así yo me conformo con que no haga demasiado viento para que el helicóptero puede volar sin problemas y, a las tomas aéreas, que al final son las que cuentan, se les pueda sacar todo el jugo. Pero como ves, tampoco es algo que me quite el sueño. Mi principal temor, después de todo, es que el trasto este se enrede con los cables del puente, por seguir demasiado de cerca al saltimbanqui este, y vayamos a parar al fondo del mar… A las heladas aguas del estrecho de Oresund. De hecho son ya unas cuantas semanas de paseos en helicóptero y… Cuando el cántaro va mucho a la fuente…
De pronto sonó el móvil de Diana.
- Oh. Tengo una llamada. A ver…
El que la llamaba era John Staunton, ejecutivo de la firma de pegamentos y adhesivos “Vulchem”. Quería saber, como es lógico, si la estrella principal del espectáculo ya estaba listo.
- No, aún no se ha levantado – le informó Diana - Hemos preferido dejarle un poco más de margen que otros días… Sí, ya se que a las doce hemos quedado allí con todo el mundo, y que solo pueden tener el tráfico cortado una hora… Sí, me doy cuenta de que es el puente que une Suecia con Copenhague, que no es como quien dice, dos tablas montadas sobre un arroyo… - Diana apartó un momento el teléfono de su cara y, visiblemente turbada, me hizo un encargo - Mike – me dijo con voz marcial – Vete y tráete ya para acá al hombre-mosca.
Obedecí sin rechistar, y allá me fui a por el gran funambulista de marras.
De camino hacia su habitación, y mientras involuntariamente comenzaba a mordisquearme las uñas, repasé mentalmente la historia de aquel individuo. De cómo un niño sin mayores aptitudes ni aspiraciones vitales, que durante su adolescencia no destacaría en nada, en absolutamente nada, y que apenas saldría de las salas de juegos, habría pasado sin pena ni gloria por la universidad para abandonarla a las primeras de cambio.
Al parecer lo habría dejado todo por amor, y él y su pareja se habrían dedicado a hacer pequeños espectáculos callejeros, juegos malabares y pantomimas improvisadas sobre la marcha, siempre a cambio de la voluntad.
No recuerdo si en algún corte de la entrevista nos dijo que hubiera formado parte de un circo, pero, en cualquier caso, debió ser por muy poco tiempo.
Todo muy romántico. Pero un buen día, Monique, que así era como se llamaba su adorada partenaire, lo plantó y se marchó sin dejar señas, que fue entonces cuando se transformó en el hombre-mosca y cuando comenzó su fijación por las alturas. Su irresistible adicción a encaramarse a toda estructura o construcción humana que se elevase hacia el cielo.
Empezó pues así, con pequeñas grúas de obra, no excesivamente altas. Las típicas de un edificio de seis a ocho plantas, pero siempre sin red, ni arneses, ni nada. A cuerpo serrano. El desprecio que el hombre-mosca sentía por su propia vida helaba la sangre del más arrojado de los valientes.
Y así habría continuado su locura, aumentando poco a poco las dimensiones del reto. Así hasta llegar a donde nos encontrábamos hoy: El puente de Oresund.
Sus torres de sujeción a más de 204 metros de altitud sobre el nivel del mar, serían la sublimación del más difícil todavía.
Y aquel imbécil pretendía llegar a la cumbre, a lo más alto, reptando por uno de los tirantes, valiéndose de equilibrios imposibles, donde una racha de viento, el más mínimo error de colocación de un pie o una mano, daría al traste con todo, y pondría el punto y final a su descabellada odisea.
Pero pensar en el hombre-mosca me deprimía. Que la gente volcase su atención en un suicida disfrazado de deportista me parecía algo lamentable. Así que traté de no darle más vueltas al tema, y cumplir escrupulosamente con las tarea que tenía asignada.
Di un par de sonoros toques con los nudillos en su puerta y susurré su nombre, “Jean-Pierre” ”Jean-Pierre”, procurando no molestar a los otros clientes del hotel.
Sin embargo aquel pasillo estaba desierto y mi voz parecía disiparse en la nada. No había respuesta en toda la longitud que cubría aquella moqueta.
Insistí. Ahora en voz algo más alta, pero de nuevo sin éxito.
Probé entonces a llamarle a su teléfono móvil, esta vez ya empezando a notar un ligero cosquilleo, y como una flojera repentina, en la parte más recóndita de mis tripas. Nadie se asomó al otro lado de la línea.
Jean-Pierre no daba señales de vida y yo comenzaba a impacientarme. ¿Se habría largado con viento fresco? ¿Habría cogido, y emulando a su ex-amante, se habría esfumado sin decir ni adiós ni al diablo, dejándonos en la estacada?
Di golpes más fuertes, y dejando de un lado los miramientos, pasé a gritar su nombre furiosamente.
Una mujer de la limpieza acudiría al lugar atraída por el jaleo.
- Shhht – me chistó y con el dedo, lenguaje internacional de signos, me instó a bajar la voz.

Pero yo no podía irme de allí sin sacar a Jean-Pierre de la cama. Como es lógico, la señora no comprendería las justificaciones en inglés de un neoyorquino de Long Island, y, en vista de que no deponía mi actitud, allá que se iría, toda alterada, en busca del encargado.
- ¿Qué ocurre aquí? – preguntó este al llegar, muy extrañado.
El rigor y los modales nórdicos se daban de bruces con aquella situación, tan desesperada, a la que yo me veía obligado.
- Usted perdone – traté de hacerme comprender – pero mi compañero no ha salido de su habitación, ni responde a mis llamadas, y me estoy temiendo que le haya sucedido algo.
- ¿La 505? ¿No es esta la habitación del hombre-mosca?
- Sí. Así es.
- ¿Y no se ha despertado?
- No. Y es raro porque es un tipo que lleva una vida espartana...
- Sí, eso dijo también la mujer que lo visitó anoche.
- ¿Una mujer?
- Sí, muy guapa, y de origen francés, que venía con un bebé en brazos, y a la que solo unos minutos después vieron salir atropelladamente... Sosteniendo contra su pecho a la criatura y con un pañuelo en la otra mano.
- Dios santo. ¡Qué mal me huele esto! Rápido. Hemos de darnos prisa.
- No se preocupe aquí tengo una copia de la tarjeta.
El encargado abrió lentamente la puerta y se fue adentrando sigilosamente, con mucho cuidado de no sobresaltar al hombre-mosca, y pronunciando su nombre en voz muy baja y muy respetuosa.
Yo le seguí y llamé también a Jean-Pierre varias veces, pero de la oscuridad no obtuvimos más que el silencio.
Solo cuando apartamos las cortinas y entró la luz del día pudimos identificar, guiados por unos gruñidos secos que emitiría, al hombre- mosca, hecho un guiñapo, tirado en el suelo y retranqueado contra una esquina.
Las sábanas que lo envolvían apenas dejaban ver su rostro, pero no impedían apreciar a su alrededor la montañita de botellines vacíos, de los licores mas diversos, que habría ido acumulando a lo largo de la noche.
El muy borrachín había saqueado el minibar y se había puesto como una cuba.
- ¡Oh, dios mío! – me lleve las manos a la cabeza – Cuando Diana vea esto le dará un ataque.
El encargado del hotel trató de incorporarlo y de reanimarle con palmaditas en la cara, y todos los rituales al uso, pero su estado solo invitaba a dejarle dormir la mona.
No tardó mucho en aparecer en escena Diana, impelida por nuestra tardanza.
Su reacción al verlo fue la que yo me imaginaba. Como chica joven que era no podría dominarse y la histeria haría presa de ella.
Se echó encima del hombre-mosca y lo zarandeó, le llamó una y otra vez con voz rota, pero en vano.
- No hay nada que hacer – le dije – El capullo este se ha cargado el documental.
- No, no puede ser. Hay que hacer algo… Lo que sea.
En su desesperación Diana llegó a desabrocharse la blusa y a cogerle la mano, metiéndosela por entre sus insinuantes, y elegantísimas, prendas de lencería. Fue una escena de un dramatismo brutal. Una cosa así habría revivido a un muerto, pensé en mi confusión, entre descorazonado y jocoso, pero no a aquel payaso del hombre-mosca.
Se veía en ese momento lo muy enamorada que ella estaba de él, y el sufrimiento tan grande que experimentaba ahora que la estaba dejando tirada, en el momento más crítico, en el momento crucial, de aquella gran aventura, ahora frustrada.
Pero la historia, que como siempre quiso ser así de sarcástica, llevó a que de sus labios, del pastoso gaznate del hombre-mosca, solo saliera atropellada y angustiosamente la palabra “Monique”.

1 comentario:

Adriana Lara dijo...

oh!!!!
mirá, mi antihéroe preferido es Raskolnikov. O quizás Gokú.