jueves, 14 de agosto de 2008

Verano Verde


¿Qué se puede decir del Verano que no se haya dicho ya? Tanto sus detractores, como los anunciantes de grandes almacenes, ya han recurrido a todos los tópicos al uso, ya sea para denigrarlo, o para ensalzarlo. Con lo que me dejan un estrecho margen para ser original.
Bien. No importa. Renunciemos a la originalidad. Repitámonos como el gazpacho de los chiringuitos y pongamos nuestra autenticidad a la altura de la de los polos Lacoste que se venden en los mercadillos ambulantes.
A fin de cuentas estamos de vacaciones y el estrés es solo un mal recuerdo en vías de cicatrización.
¿O no?
Digo esto porque hay casos, muchos más de lo que parece, en los que uno casi desearía volvérselas a ver con el rutinario tira y afloja de la oficina, antes que seguir aguantando al pariente de turno y su combativa prole, o al amigo de la familia con cuya numantina tirria aún no has aprendido a vivir.
Añorar las antipatías del mundo laboral es grave, ciertamente, pero se puede entender, cuando al desafortunado en cuestión le ha tocado lidiar con el sempiterno musculitos de la moto de agua, que no para de hacer pasadas a pocos metros de la orilla y a escasísimos centímetros de las cabezas de los bañistas, o con ese niñato empollón que hasta septiembre no encuentra nada en lo que matar el tiempo, y se dedica entonces a ir de toalla en toalla mortificando a sus allegados y convecinos.
Pero estos no son los únicos agitadores de las insoladas conciencias playeras.
Están las cuestiones relativas al hecho de hallarse tanta gente tan junta, bajo los rayos justicieros de un astro rey al que nada se le puede ocultar, y tan en cueros. Todos tan expuestos a los agentes infecciosos.
Jovencitas que se despojan de sus pudores de cintura para arriba, provocando hipertensiones arteriales de lo más variopintas, bandos a favor y en contra diametralmente enfrentados, diástoles y sístoles infartadas, que de no ser, sin duda alguna, por la intervención del altísimo, conducirían irremediablemente a más de una angina de pecho.
Pero enfermedades veraniegas hay muchas, y no todas son del “aparato nervioso”, desde luego. Raro es el que no guarda en su memoria el recuerdo de alguna gastroenteritis de consecuencias pavorosas, o aquella faringitis aguda, de la que solo las inyecciones de penicilina in extremis nos pudieron librar, so pena de haber podido tomar otro rumbo mucho más luctuoso. Entonces fue cuando comprendimos por qué al tal Dr. Fleming se le dedicaban tantos nombres de calles. Todavía pocas, me atrevería a decir.
Pero de citar alguna de estas ocasiones, y por lo que a mi experiencia personal se refiere, escogería sin pensarlo mucho, como la más dramática y sobrecogedora, la indigestión de ostras (en mal estado, naturalmente) de la que fui victima el año pasado.
Dice la sabiduría popular que, una sola vez que ocurra, y como con las vacunas pero en su versión castigo divino, queda ya uno inhabilitado de por vida para volver a catarlas. Todo esto, independientemente del mucho o poco fervor que se sienta por ellas. Es volver a echárselas al coleto, y poner todo el conducto gástrico, con todas sus circunvalaciones de entrada e incorporaciones al carril principal, patas arriba.
Pero yo no me resignaré, y forzaré la nota. Aún a riesgo de transformar mis fosas nasales en las cataratas del Iguazú.
No me pasará como a Antonino en la película de Espartaco (la protagonizada por Kirikikí Douglas) cuando a la pregunta de Craso, el satrapilla romano que lo quería esclavizar y convertir en, si se me permite el tecnicismo, una señorita de compañía, se quedaba el pobre muchacho con la cara a cuadros. Pregunta que rezaba algo así como si prefería los caracoles o las ostras, o si como él mismo hacía, tanto le daba entregarse con fruición a ambos manjares, a lo que este le dio largas, para más tarde escabullirse de tan goloso amo y de sus palaciegas perversiones con el rabo entre las piernas. Yo lo tengo claro, siempre ostras. Por más que ello aboque a la rebelión de las tripas.
Escena tonta por otra parte, que en su día la censura zanjó con el consabido tijeretazo, ahorrándose el tener que dar explicaciones de si la amputación de ese metraje se debía a la excesiva duración del filme, a su inferior calidad argumental, o a lo intempestivo de semejantes juegos de palabras, en una historia contada a golpe de emociones en carne viva, y que exalta las glorias y desdichas de conducirse por la vida a los lomos de la fuerza bruta.
Todo esto sale, claro está, a propósito del mucho cine, ya sea en sala o dvd, que se engulle durante las vacaciones, cuando estas vienen mal dadas, y las nubes borrascosas se han hecho con el control del mando a distancia.
También hay un blog que atender, cierto es, para aquellos enganchados al tañer de la lira y demás vocaciones tardías, enhebrando cantos a las musas. Pero que diablos, ya nos lo recuerda el título de aquella otra película española tan acertado “Las bicicletas son para el verano”… Y las agujetas morrocotudas, y las picaduras de mosquito, y la tortilla resesa, y la sobredosis de vitamina D cien por cien ecológica, y otro tanto por cien cancerígena, y las cenas, románticas o no, a la luz de la luna, con sus, como he dicho antes, tan habituales secuelas en la forma de pesadillas de terror gótico…
Por no hablar de ese inolvidable erizo de mar que de pronto se hizo sentir, agazapado como estaba, bajo un tupido y voluptuoso manto de verdosas algas.
Pero no nos pongamos en plan aguafiestas: ¡Que reinen la alegría y el cachondeito!
Que no falten los helados a tutiplén, la sangría, el vino peleón con gaseosa, las gambas a la plancha, patatas bravas o al alioli, mejillones al vapor, almejas a la marinera, etc, etc…
Buenas fiestas y buenas siestas. Ruidosos botellones de fin de semana y tracas de fuegos artificiales a las tantas de la madrugada.
Suerte tenemos los que pasamos esta época del año al norte, y no al sur, que las tragaderas del Atlántico son mayores que las del Mediterráneo, y disipan todo el calor diurno permitiéndonos conciliar mejor el sueño por las noches.
Pero por lo demás, todo es igual. Las preocupaciones se van arrastradas por la brisa marina y espantadas por el rugido que bulle con el batir de las olas. Solo es comer y dormir, y al día siguiente, de nuevo comer y dormir.
Di que sí. ¡Qué gusto olvidarse de todo y poder tumbarse a la bartola!
Y entretanto hablan los políticos de lo polucionada que está la capital china, Pekín, durantes estos juegos, con tantas fábricas y tanto tráfico circulando por sus congestionadas calles, y que hay que agenciarse como sea sumideros de CO2 para que el planeta respire… Verde, que te quiero verde… Pues ahí va mi propuesta contra los malos humos: ¡Hacer que las vacaciones sean eternas!


1 comentario:

Adriana Lara dijo...

me sumo y te voto la propuesta.
Muy bueno el dibujo!!!