martes, 28 de octubre de 2008

La factura energética


Estreno logotipo de mi división de experimentos literarios Quasarts entertainment, y para celebrarlo, me hubiera gustado escribir un pequeño micro relato conmemorativo, pero la falta de tiempo material lo ha imposibilitado. Otra vez será.

En su lugar, habremos de contentarnos con esta entrada a medio camino entre lo tenebroso y lo psicodélico, que en los tiempos que corren, es lo poco de lo que me hallo en condiciones de ofrecer.



La factura energética

Hablamos de chantaje.
Estoy convencido de que hacer deporte me beneficia. Invierto recursos y gasto mucha energía en lo que es una de mis aficiones sacrosantas, el atletismo, pero al mismo tiempo, obtengo de ella unas plusvalías: Salud, bienestar, optimismo, etc.
Sin embargo, últimamente, y con el paso de los años, observo que el ciclo de Carnot de la transformación de la energía arroja en mí valores cada vez más decepcionantes. El rendimiento global, por principio siempre desfavorable, ha experimentado ahora una contracción muy acentuada, lo que me obliga a echar más y más carbón a la caldera para conseguir que el émbolo suba y baje al mismo ritmo, la biela se impulse el mismo número de veces por minuto, y que el tramo de la circunferencia que avanzo en cada ciclo siga siendo 2πr.
Pero el carbón también se acaba, y cada vez va habiendo menos, con lo que en cada palada he de reducir la cantidad para poder alargar la vida útil de la máquina.
Ante lo que trato de jugar con la inercia. Saber envejecer es, no hay duda, saber aprovecharse de las inercias acumuladas durante la juventud.
No obstante, por mucho que se sepa, y se entienda de números, hay una realidad que es clara, el contenido del vagón del carbón, inexorablemente, va disminuyendo con cada kilómetro recorrido, con cada estación que dejamos atrás. Y el mineral de la parte inferior, nada nos garantiza que vaya a ser igual de puro y lustroso, que el que se hallaba a la vista. Tendremos pues que confiar en la honradez de quienes al comienzo del viaje lo cargaron, y en que no haya mucha mezcla de esquistos y materias volátiles.
Porque insisto, más carbón ya no va a haber. Los reyes magos ya no nos traerán ni una sola onza más. Y no por ninguna razón en concreto, a la que se pueda objetar, sino simplemente porque estos dejaron de existir en cuanto dejamos de ser niños, y porque ya tampoco nos podemos portar tan mal como lo hacíamos antes… Ya me entendéis.
Resumiendo, apreciados lectores, vivir es someterse a un chantaje permanente. Estamos diseñados para buscar eficiencias absolutas, y aspirar a rendimientos perfectos del 100%, pero la madre naturaleza que es una bromista, o mejor dicho, una incondicional de las bromas pesadas, lo prohíbe por decreto.
Para ella que el ser humano, que en su seno ha engendrado, pueda, con toda su mediocridad a cuestas, anhelar la perfección, es un tema tabú del que no quiere ni oír hablar.
Le costó hacernos, el mismo trabajo que a una hormiga. De hecho, vistos al microscopio los planos de ambos, el ADN constituyente, apenas se distinguen. Y los materiales empleados (proteínas, aminoácidos y agua) son prácticamente idénticos.
Y sin embargo nos exige resultados, y nos demanda tributos de sangre proporcionalmente comparables a los de los dinosaurios.
Ya es triste. Encima de ser poco más que hormigas, estar condenados a la extinción…
En fin. No vale la pena amargarse con esto, de hecho, todavía hay muchas kilocalorías por quemar y las reservas no se agotarán de hoy para mañana. Además el trayecto no deja de brindarnos a cada curva majestuosas panorámicas.
Quisiera saber yo, eso sí, quien me mandaría aferrarme sentimentalmente a esta vetusta locomotora de vapor, a esta cafetera, que cada vez viaja más despacio, (está comprobado, lo dicen las cifras), pero que en cambio, y aunque parezca hecho adrede para crear confusión, a mí se me antoja cada vez ir más y más deprisa.
Lo dicho, chantaje emocional puro y duro.
Es el precio que hay que pagar para seguir subido al tren del desarrollo insostenible.

viernes, 24 de octubre de 2008

Caza Menor


Hay dos tipos de niños: Los que cuando van al mercadillo con sus papás, y pasan delante del puesto de los pollitos, no paran de llorar hasta que su padre les compra uno, y los que lloran delante del puesto de las escopetas de balines.
Aplicando la lógica, uno podría pensar que la historia acabará con el juguete de los segundos haciendo blanco en el juguete de los primeros. Pero no necesariamente siempre es así.
Por lo general esos pollitos que tanto llanto causaron, y que suscitaron vivas promesas de cuidados y limpieza, suelen morir de inanición y sepultados de mierda, antes de concluir la semana. Ni siquiera tienen el privilegio de recibir el tiro de gracia que acortaría su agonía.
Sin embargo, en ambos casos existe un denominador común, y este es el tremendo desprecio que en nuestra sociedad existe por la vida animal.
Admitamos que los otros seres vivos constituyen nuestra fuente de alimento, pero más allá de lo estrictamente imprescindible… ¿Qué necesidad hay de producirles sufrimientos gratuitos y de todo tipo, en el nombre de las tradiciones y/o los mal llamados deportes de aventura?
Posiblemente sea cierto que el ser humano se encuentre en la cúspide de la cadena trófica, y que evolutivamente hablando seamos el no va más, pero eso no nos da derecho a maltratar a nuestros otros compañeros de viaje.
Ellos también se han ganado el derecho a disfrutar de este hermoso planeta. Quizás tan solo por su multiplicidad de formas y tamaños, de comportamientos y rituales, y de hábitats que pueblan, llenándolos de colorido con su presencia.
Lamentablemente, cada vez parecemos ser menos los que opinamos así, y más los que se llenan de gozo abatiéndolos a perdigonadas.
Para mí la caza se puede envolver en estupendas excusas, y nunca faltará el argumento con el que justificarla, pero alguien que se enaltece de regar de plomo nuestros campos, nuestros humedales y nuestra madre naturaleza, es ante todo un enfermo. O dicho más rápidamente, alguien que se divierte matando.
Por otra parte, pretender curarse los complejos alardeando del número de presas que uno se ha echado al cinto, es un esfuerzo baldío. La grandeza o intrascendencia de las personas se mide enfrentándose a los grandes retos, aquellos que le exigen a uno mirar de cara a sus miedos y pavores, y no, desde luego, vaciándoles los sesos a balinazos a unas pobres pollitos de feria indefensos.

Ya que se menciona en el dibujo, dejo un enlace a la página del Seprona, pero hay cientos de asociaciones y ONG’s muy recomendables, Greenpeace la más famosa, o Adena WWF, para aquellos que se sientan parte indisociable de la naturaleza y orgullosos súbditos del reino animal.

viernes, 17 de octubre de 2008

Creación y Realidad


Nada más lejos de mi intención que meterme ahora por vericuetos que me llevasen a darme de bruces con las teorías de la evolución y sus detractores, y sin embargo, a la vista del título, que eso precisamente parece sugerir, es lo que cualquiera en su sano juicio se esperaría.
No. Esas cuestiones, en condiciones normales, y con el grado suficiente de lucidez mental, no me ocuparían ni un milímetro cúbico de la caja craneana. Digamos, por no enredarme más que lo justo en explicaciones, que en lo que a mí respecta las doy por completamente zanjadas.
Mis inquietudes, afortunadamente, están hechas de otra pasta mucho más mundana.
Además estoy un poco cansado de sacar temas tan sesudos, y que parezca que constantemente trato de sentar cátedra sobre esto y sobre aquello de más allá.
Me resisto a ser tan plasta.
Al escribir esto yo pretendo terciar con otros asuntos bastante más particulares, y que sin embargo, sospecho que muchos otros artistas, y aficionados al arte, han forzosamente de compartir.
Y, así, de entrada, podría comenzar diciendo que el proceso de creación conforma un panorama arduo e ingrato, que es un parto doloroso y lleno de incertidumbres, pero que al final encuentra su recompensa, y no estaría diciendo nada nuevo para la mayoría de los anteriormente aludidos.
Y en cambio, no siempre es así. No necesariamente siempre el acto de crear es una angustiosa persecución en pos de las quintaesencias.
Está también, a veces, eso que llaman inspiración, y que es como un elixir mágico, en virtud del cual, basta con sorber unas pocas moléculas de su composición, apenas sus efluvios, que se reencuentra de pronto uno consigo mismo, ebrio de grandilocuencia.
Si bien, esta es un arma de doble filo, una hipoteca sobre las necesidades vitales del artista, que hoy que la susodicha le ha venido a visitar, tal vez no deseara sus servicios, sino que prefiriera, en lugar de sentarse delante de su escritorio, salir a ver lo que se cuece en la calle de al lado, en la esquina opuesta del mapa, o por esos otros mundos de Dios.
Me pregunto por tanto, al hilo de esto, ¿Se podría provocar la inspiración? ¿Viene llovida del cielo, o es el resultado de una predisposición mental en la que el propio metabolismo juega un papel determinante?
Quiero decir, ¿podríamos recurrir a ella del mismo modo “causa-efecto”, en que una barra de helado del hiper, tamaño familiar, repercute sobre nuestro ánimo maltrecho de los lunes a la tarde…? ¿Y de existir, cual sería este mecanismo?
Yo, por ejemplo, he observado que me encuentro más ágil mentalmente, y que, a medida que lo voy haciendo, me gusta más lo que escribo, cuando el día anterior me he metido entre pecho y espalda alrededor de 10 o 15 kilómetros de carrera continua monte a través, al ritmo lo más frenético e infartado posible, y no cuando la pereza me ha convertido, a lo largo y ancho de las semanas, en su abnegado perrito faldero.
¿Será pues, que con la activación general de mis sistemas cardiovascular y locomotriz, se estaría desatando una reacción en cadena que, desde la primera hasta la última célula de mi cuerpo, madres e hijas, no importa su género, condición o estado civil, todas se verían inmersas, principalmente las neuronas, en un imparable torbellino de ideas?
Hablo de ideas en su génesis más orgánica. Ideas en sus estados embrionarios, fetales y prenatales, todas con sus propios matices y texturas cognitivas, azotadas por la galerna de los impulsos nerviosos y su chisporroteante traca pirotécnica, que las obligarían a abandonar, por la fuerza de los hechos, la placentera comodidad de su limbo amniótico. Y tras de sí, prorrumpiendo a continuación, todo el cúmulo de represiones, prejuicios, libres albedríos y experiencias afines, los cuales convergerían sobre una diminuta porción de consciencia, que a su vez, sería la encargada de coordinar los erráticos y azarosos movimientos de la bestia.
¿Será entonces que existe una íntima conexión, y un hermanamiento de facto, entre el mundo de lo material y el de las ideas, mayor de la que sospechamos, y de lo que a Platón y a Aristóteles les hubiera gustado creer, pues a la sazón se habrían quedado sin motivo para sus célebres disputas… O que sencillamente, tras semejante panzada de correr del día anterior, la atracción gravitatoria de la silla sobre mis posaderas se eleva a valores tan desorbitados, que cualquier disculpa es buena, con tal de no levantarme de ella?
A lo que llego a un callejón sin salida: ¿Cómo saberlo, hallándome, como me hallo, inmerso en la inviolabilidad de mi propia percepción subjetiva?

En fin, nada terrible nos sucederá por que, por una vez, nos quedemos a merced de la entropía del sistema, y de las ambigüedades que, inevitablemente, se derivan de un pensamiento en exceso relajado, y en su vertiente más genuinamente parasimpática.
La creación, a fin de cuentas, y para ser realistas, no es más que el acto voluntarioso, pero irracional donde los haya, de despacharse uno con sus propios demonios. Seres estos, por otra parte, fruto de nuestra invención.
¿Merece entonces la pena este mundo imaginario?
Demasiadas incógnitas para un único tema, a la vez tan volátil y tan claustrofóbico.
Pero, como dice la canción, las respuestas están en el viento.