domingo, 22 de febrero de 2009

La luz decadente


La vida se le escapaba amarrado a una mascarilla de oxígeno, precipitándose a un abismo cada vez más negro e insondable, pero, aún en plena depauperación, era capaz de sentir el tenue arrullo de aquella luz auxiliadora. Y de cegarse en su fulgor incandescente.

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La luz decadente (The fading light)

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Disfrútala con inmoderación

domingo, 15 de febrero de 2009

Il giorno dell'amore (due)


No me gusta dedicarle un post a esto de San Valentín, con sus cajas de bombones, sortijas de brillantes, ramos de rosas rojas y demás demostraciones de, las más de las veces, puro convencionalismo y farsa almibarada. Y menos aún en estos tiempos de consumismo pachucho y en los que el merchandising está tan necesitado, valga la expresión, de gestos de ternura y apoyo. Casi era lo más adecuado dejar que se pudriera tirado en una esquina.
No obstante lo voy a hacer, y lo haré por la sencilla razón de que, hacerlo, me parece la mejor receta para eludir el sentimiento de responsabilidad, culpa y superstición que me produciría el no hacerlo. Yo me entiendo.
A ello, pues.
Se ha dicho por activa y por pasiva que Paris es la ciudad de los enamorados, y sin embargo yo tengo mi propia opinión al respecto. Para mi la capital del amor es sin duda Venecia. Un lugar lleno hasta la bandera de obras maestras del arte (estas en su expresión más excelsa), y que, como contrapunto trágico, día sí, día también, sobrevive a la amenaza permanente de verse sumergido en un pantano mugriento y hediondo… ¡Admitámoslo, eso es la cumbre máxima del romanticismo!
Mi opinión, por otra parte, bien pudiera catalogarse de cualificada. No en vano, hablar del amor es relativamente sencillo para un escritor con vocación de poeta, o viceversa, para un poeta con vocación de escritor. Lo realmente complicado es abstenerse de hacerlo. Y es que en cuestiones amorosas, sentimentales y no tan sentimentales, el elemento verdaderamente difícil de manejar es el de la abstinencia.
De hecho, el propio santo elegido para onomástica, San Valentín, ya da una idea muy aproximada de lo que se requiere en este juego de pasiones, que es al fin y al cabo el tira y afloja del amor.
Según parece el individuo este, Valentín para los amigos, era un mártir que aguantó carros y carretas, lo que se dice los brutales tormentos de la época, que no eran precisamente chiquilladas, antes de renegar de su fe. He aquí pues, a mi entender, las dos claves que explicarían el fenómeno amoroso.
Uno, la atracción por lo desconocido, y las necesarias dosis de riesgo que ello comporta, tanto físico como psicológico; y dos, el grado de fidelidad a una situación ideal, o de obcecación, que cada cual elija el término que mejor le parezca, que es lo que, paradójicamente, suele conducir a las relaciones hacia su propia autodestrucción (o situación más comúnmente conocida con el nombre técnico de desengaño).
El amor tiene muchas intensidades diferentes, y, entre lo poco o lo mucho, siempre se halla el gradiente de lo carnal. Digamos que este último aspecto se podría comparar a una intervención quirúrgica, la cual dependiendo del área del cuerpo afectada y el tiempo bajo los efectos de la anestesia, tiene mejor o peor pronóstico.
Si bien, por fortuna, nada en materia de amores es incurable o produce daños irreparables. E incluso es otra más de las tantas y tantas cosas que el dinero puede solventar cómodamente. Abonando la cuota correspondiente, uno puede incluso obtener la anulación de su matrimonio por vía sacra, en lo que podría ser considerada la fórmula más hipócrita de recto proceder jamás concebida.
Pero no seamos negativos. El amor requiere de una gran voluntad de mejora, y optimismo a espuertas.
Hemos pues de dejar a un lado complejos absurdos y ser como San Valentín, “valentines”, y no “cobardines”, y perdón por el chiste fácil.
Toda vida presente sobre la Tierra, al fin y al cabo, es el resultado de un acto de amor y alberga por tanto, una hipoteca de turbio origen y con cláusulas de vencimiento insoslayables. Quiérase o no se quiera, estamos aquí de prestado. Como la ciudad que se hunde lentamente en el fango.
Enhorabuena pues, a aquellos de vosotros que hayáis podido encontrar los caudales entre los forros del colchón. Los que continúen en deuda con la vida, y en números rojos con el amor, ya saben que mientras tanto, no tendrán crédito en ninguna parte, ni disculpa que ofrecer.
Y una última apreciación. Si para ligar mucho se acepta generalmente que hay que ser muy inteligente emocionalmente, ¿qué término se podría aplicar entonces a los que no lo son? ¿Subnormales profundos emocionales? ¿Cabezas de chorlito insensibles? ¿Burros homologados?
Sí, son todos términos muy despectivos para con la condición de los célibes y desparejados, pero no olvidemos tampoco que tanto las ratas como las cucarachas, a juzgar por sus ratios de apareamiento, serían sin ir más lejos, y por esa misma regla de tres, quienes se hallarían en la cúspide absoluta de la Inteligencia Emocional.
Como se puede ver, el que no se consuela es por que no quiere.

sábado, 14 de febrero de 2009

Il giorno dell'amore (uno)


Da comienzo aquí el primer post conmemorativo de la semana romántica en Food and Drugs, dedicacada al San Valentín de 2009.
Nosotros no hacemos negocio de la fecha, pero sí, como no, chanza.
Y para ir abriendo boca, sirva este primer dibujo como advertencia a los que sin tenerse por tortolitos, enamorados, ni nada que se le parezca juegan con fuego, y desafían a la más poderosa y traicionera de las pasiones humanas: L'amour.
Así que por mi parte todo está bien claro.
Mucho cuidadín, y a andar con pies de plomo, que como reza el anuncio de no se qué marca de patatas fritas: Una vez que haces "pop" ya no hay "stop".

domingo, 1 de febrero de 2009

Batalla Judicial


Hay infinidad de películas sobre juicios que son memorables. No sé por qué, pero es un género que tiene algo que lo hace ser tremendamente cautivador.
Quizás sea esa búsqueda desesperada de la verdad, ese intento de reconciliar la realidad con las versiones necesariamente divergentes, más o menos adulteradas en nuestro provecho, que cada uno tenemos de ella.
Sea como fuere, lo cierto es que no es difícil identificarse con los litigantes de las grandes obras maestras del cine (o de la literatura), y meterse en la piel de los personajes, porque a fin de cuentas el que más, el que menos, todos tenemos un caso que defender.
Siempre, claro está, que no vayamos demasiado lejos en nuestra interpretación, y acabemos creyéndonos el fiscal de distrito Jim Garrison (Kevin Costner) en JFK (caso abierto).
Bromas aparte, los grandes procesos de la ficción, y como no, también de la historia, siempre nos han provocado cuando menos la curiosidad. Rodeados, por lo general, de esa aura de magnificencia que los hacen irresistibles al paladar de los estudiosos, pero también a los apetitos de la plebe.
No en vano, gran parte de su poder de seducción tal vez estribe en su simplicidad. En realidad, debajo de toda esa prosopopeya a menudo tan laberíntica, y de su sofisticada terminología, no se oculta sino la eterna pugna entre dos bandos irreconciliablemente enfrentados: El del bien y el del mal.
Y aquí es donde entra en juego la excelsa figura del juez, que es quien habrá de dilucidar a que lado de la sala se encuentran sentados unos y otros.
Así, desde las pequeñas injusticias de cada día, hasta los más grandes y monstruosos crímenes de lesa humanidad, todas requieren un juez y un veredicto, de forma que la historia se pueda seguir escribiendo.
Quepa recordar en este punto, que todos, o casi todos, los dioses de las religiones monoteístas, se reservarían para sí esa prerrogativa final de actuar de jueces supremos. Siendo esto último sin duda, lo que les conferiría su verdadero poder y autoridad, pues de lo contrario no pasarían de ser unos simples espectadores de las refriegas mundanas.
Y esto nos lleva, por analogía inversa, quiérase o no, a esa presunta condición deífica de la que, entre la ciudadanía, suelen gozar los magistrados.
Así, en el subconsciente popular, tanto estos como los médicos, o los pilotos de aeronaves, habrían de ser siempre infalibles, olvidándonos de que en el fondo no dejan de ser otro colectivo profesional más, sujeto a sus correspondientes responsabilidades penales en materia de negligencias y descuidos, y por lo tanto, con sus legítimas reivindicaciones.
No olvidemos que en la reciente convocatoria de huelga del estamento judicial, de la que son sus promotoras las asociaciones de nuestro país, lo que se pone de manifiesto, y lo que a fin de cuentas se sustancia, no es sino esta simple realidad.
Sorprende un poco, eso sí, ver a los jueces de pronto, de la noche a la mañana, convertidos en unos contestatarios, empeñados en hacerse pasar por obreros de una empresa en quiebra, para tomar las calles a golpe de cacerola. No es su estilo, que digamos. Pero a su manera son también trabajadores, y se levantan todos los días a las seis de la mañana para lidiar con antipáticas, y cada vez más abundantes, montañas de papeles. No es pues de extrañar que quieran más manos al chollo, y más jornal al bolso.
La pena es que, como de costumbre, tengamos que ser nosotros, los contribuyentes, los que corramos con los gastos.
Pero yo no voy a abogar a favor ni en contra. Doctores tiene la iglesia.
Allá ellos pues con los argumentos de que dispongan y lo convincentes que resulten.
Además se me ocurre algo mejor.
Que cada cual por sí mismo, y por una vez al menos, se sienta libre de valorar la justeza, o ecuanimidad, de sus demandas.
¿Inocentes o culpables?