domingo, 30 de enero de 2011

En edad de merecer

Señores, esto se veía venir.
Y es que la vejez ya no es lo que era.
¿Les parece a ustedes normal que una actriz veterana como Helen Mirren, que en sus tiempos mozos pasaba por sosa, secundaria y absolutamente prescindible, luzca ahora chic y glamourosa, ametralladora en ristre, como protagonista en su nueva película RED, e incluso se haya atrevido a posar desnuda para la revista New York magazine?
¿O que el tenor Plácido Domingo, a sus setenta años recién cumplidos, siga poniendo en pie a su público, y batiendo records de aplausos, tanto dentro como fuera de unos teatros abarrotados y enfervorecidos?
Pues lo es.
En realidad los hechos hablan por sí solos. Y, efectivamente, esa es la misma conclusión a la que llegaría cualquiera, tanto más cuanto que es obvia. Porque, admitámoslo de una ver por todas, ser joven ya no es condición sine qua non, para triunfar.
No en vano, no hay más que asistir, lo mismo da en calidad de participante que de espectador, a una carrera pedestre popular – una de las muchas que se celebran por todo el orbe planetario - para toparse con que no son pocos los abueletes que, en mallas o pantalón corto, se codean con chicos jóvenes, en apariencia más atléticos y más vigorosos, y hasta les disputan el orden de llegada a la meta.
Por poner otro ejemplo, más cercano a nosotros, amigos internautas, ¿Habéis entrado alguna vez en un blog de algún “mayor”, y no os habéis quedado sorprendidos de la lucidez y la pasión con la que escribe?
¿Acaso no es increíble la independencia, el optimismo y la capacidad de iniciativa, de una gran parte de esa tercera edad, que sigue en la brecha pese a los muchos inviernos que llevan sobre sus espaldas, por oposición al nihilismo existencial de la juventud actual, aborregada, dimitida, y en permanente estado carencial?
Porque, seamos realistas, solo hace falta hacer una visita a Facebook, para comprobar que el tramo de edades comprendido entre los quince y los cuarenta años, adolece de una falta total y absoluta de profundidad, de calado, de metros de eslora.
Los jóvenes de hoy día no concretan, juegan al ratón y al gato con la sociedad, en un intento desesperado por llevar el tipo de vida que ellos, en su lógica de hedonistas de baja gama, depararían a sus mascotas. O lo que es lo mismo, contar con todas sus necesidades fisiológicas cubiertas, y, a partir de ahí, pasarse el resto del tiempo dormitando en un cestito de mimbre.
Sus publicaciones en las redes sociales, de hecho, son como millones de mensajes publicitarios de autobombo, atomizados e inconexos, que, en conjunto, acaban resumiéndose en un gran muermo colectivo, lleno de colorines y lucecitas hipnóticas, que no dice nada, y que sin embargo lo dice todo.
En ningún momento buscando otra cosa que esa pasada de mano por el lomo, del amigo amo, que les reconforte en su domesticado rol.
Comodidades, sumisión y entretenimiento gratuito, por más que esto signifique su propia depauperación, son sus únicas pretensiones.
Atontarse ante la visión del remolino en el río, que gira sobre sí mismo sin dejarse arrastrar, pero que en realidad va a morir a la orilla, es lo único que tienen por toda vocación. Resignarse al “cada loco con su tema”, su mantra.
Algo para lo que, ineludiblemente, han de perderse en la vorágine de lo virtualmente diverso, y, como quien huye de toda noción de realidad, diluirse en tan insustancial caldibache.
Una actitud de cese de actividad, esta, hacia la que nuestros “mayores”, en cambio, han optado por posicionarse en las antípodas.
Precisamente viniendo a ser aquellos que en teoría cuentan con menos energías, capacidades o motivaciones, quienes demuestren mayor apetito por la vida. Algo que llama la atención por cuanto tiene de paradójico e inaudito.
Con todo, aunque a alguien todo esto aún le pueda sorprender, la mayor parte de la gente hace ya tiempo que convive con ello con naturalidad.
Los mayores, como insinuaba no hace mucho la portada de un semanario de tirada nacional, ya no renuncian a nada. Para ellos, ya no hay tabúes ni obstáculos insuperables. Ni psicológicos, ni fisiológicos.
Más aún, un señor de 75 años se sienta a aprender informática, idiomas, a bailar merengue, o a tocar la flauta, y ya nadie se rasga las vestiduras. Atrás quedan pues los fascículos de jardinería, las sopas de ajo, y los soldaditos de plomo.
Y no son excepciones, está sucediendo por todas partes, y va a más. Esta generación crepuscular de nuestros días ha encontrado el placer de vivir en no dejar de aprender cosas nuevas todos los días, en levantarle diques y murallas a la decrepitud, y eso es sencillamente algo digno de admiración.

Pero como todo, la eclosión de esta tercera edad bon vivant, y su consolidación como parte integrante, y dinamizadora, de la sociedad, ha suscitado una reflexión y al mismo tiempo un replanteamiento del fenómeno en su conjunto.

De hecho, empresas, gobiernos e instituciones, se ha dado cuenta del enorme potencial desaprovechado.
Ante la deserción en masa de los jóvenes, aburguesados y narcisistas, recuperemos a estos briosos luchadores de antaño, se han debido decir. Reciclémoslos hasta allá donde nos sea posible.
Pero la pregunta es ¿No será también esta generación, que nos lo dio todo, en alguna medida culpable del desastre? ¿No creó ella a su antojo y conveniencia a estas mascotas que se ven ahora incapaces de reemplazarles?
Se ha legislado pues sobre la evidencia de que a los sesenta y siete años, hoy por hoy, una persona pueda seguir, y deba seguir, siendo útil a la economía de un país. Pero… ¿Y dentro de 35 años?
¿Serán sus vástagos, esos mismos que a día de hoy no encuentran forma “humana” de incorporarse al mercado laboral, capaces de sostener el envite?
El tiempo (de cotización) lo dirá.