martes, 10 de diciembre de 2013

Espía como puedas



¡Cómo han cambiado las cosas…!
Si a Mata-Hari le hubiera tocado vivir en nuestro tiempo, a buen seguro que estaría sufriendo una terrible crisis de identidad.
Seamos realistas, el espionaje ya no es lo que era. Cuando yo era niño, el oficio de los espías era ante todo una cosa no al alcance de cualquier gañán de barrio.
Había que ser muy valiente, audaz, perspicaz - inteligente a rabiar - y, por qué no decirlo, tener un físico en condiciones. Vamos, que no llegaba con dar el pego.
Ni James Bond, ni las despampanantes agentes dobles venidas del este del telón de acero, eran gente de esa que se cruza uno un lunes cualquiera por la calle. Ser espía era lo máximo.

Pero entonces llega la era de Internet, y todo esto se va a hacer gárgaras.
Ni siquiera el espionaje industrial se salva. Ahora los secretos de estados y multinacionales ya no se filtran por entre los zurcidos de las sábanas de los hoteles de lujo, al abrigo de convenciones y congresos para vip’s de talla mundial.
Ahora, por más triste que parezca, fluyen pirateados por las alcantarillas de Internet.
Se acabaron los romances a orillas del Sena, en los que la osada joven del otro lado de los Urales exponía su vida, y sacrificaba su honra, al servicio de ideales más allá de los egoísmos e individualismos propios, (ideales hoy por hoy, obsoletos, todo hay que decirlo), arrojándose a los brazos de altos oficiales de las SS, la Wehrmacht, o, más adelante, de sus archirivales de la CIA, a los que había que sonsacar los días “d”, las horas “h”, y así un sinfín de datos de enorme valor estratégico, ya fuera la guerra fría, caliente, o salida del microondas, que a veces presenta ambas características.

Pero entonces llega la modernidad, y con ella la administración Obama, y todo aquello se sustituye por un puñado de gafudos imberbes, auxiliados por algún que otro informático calvorotas y barrigón, que se encierran en cuartuchos oscuros y mal ventilados a escudriñar las redes sociales, a pinchar teléfonos via módem y a decodificar interminables documentos y webs sospechosas, en busca de algo medianamente inteligible a lo que hincarle el ratón.
Trabajo penoso y aburrido como pocos, y que a buen seguro alternarán con sus propias descargas personales de música, cine y señoritas con poca ropa. Única forma humanamente viable de sobrevivir al enorme sopor que, ni me lo quiero imaginar, producirá escuchar las conversaciones privadas de la canciller Angela Merkel, o peor aún, de Rajoy.


Porque lo mejor del asunto es que la famosa NSA esa, la agencia de espías en cuestión, también tenía su mirada puesta en los intereses españoles.
¿Sorprendente verdad? España en el candelabro.
Pues para ser sinceros, en un primer momento yo también tuve ese subidón de orgullo de pensar que, nosotros, nuestros asuntillos celtibéricos, pudieran tener algo que excitara la curiosidad de las grandes superpotencias mundiales. Quizás ese punto de picantillo que supone la diferencia entre el ser unos completos mequetrefes, esquinados en el curso de los acontecimientos, o estar cortando el bacalao.

Más tarde, me enteré de que no. Que la razón de espiar a España era mucho más prosaica.
El pozo sin fondo de nuestra crisis, casi ya seña de identidad nacional, y el ser puerta de entrada a Europa del narcotráfico, hacían aconsejable tenernos controlados de reojo, como si fuéramos gentes de mala catadura, de la que es mejor saber por donde anda, para no coincidir en los sitios.

De todas formas, a partir de ahora, y gracias a Snowden, y a Assange - que la embajada londinense de Ecuador lo tenga en su gloria - siempre tendremos la mosca detrás de la oreja al tuitear algo, al dar un “me gusta” en Facebook, o al teclear un post en el propio blog que se meta con algún capitoste importante, como es el caso, o incluso simple correveidile afecto al régimen.

Los mejores agentes de la Mossad, y Scotland Yard, puede que ya estén jubilados, pero esos nerds, esos cerebritos de las telecomunicaciones, de los que hablaba antes, te montan un drone en dos minutos y te lo plantan en la puerta de casa. Es triste admitirlo, pero estamos a merced de los otrora incondicionales del aeromodelismo.